lunes, 29 de marzo de 2010

Me llaman el extranjero

Volver a Zaragoza siempre me ha resultado curioso. Curioso porque, en contra lo que cabría esperar, en la mayoría de los casos, la relación con el entorno no varía un carajo. Parece que realmente nunca me hubiera ido de aquí: los lugares resultan tan conocidos como siempre, las compañías abordan los temas y las anécdotas de toda la vida, todo acaba reducido a recuerdos y más recuerdos… Resulta difícil creer que, paralelamente, toda la situación haya cambiado de forma tan drástica. Supongo que esa es la magia propia de una ciudad natal, la cual actúa como una especie de refugio perenne en el que pocas cosas varían y al que siempre puedes acudir. No es algo nocivo, bajo ningún concepto, se trata más bien de algo increíblemente reconfortante.

Estos pensamientos abordan mi mente ahora más que nunca debido a una conversación breve que mantuve el otro día. Mi atemporal ciudad se halla rodeada de numerosos barrios-pueblos (la mitad se ofenden por una denominación y la otra mitad por la otra, resulta difícil acertar) entre los cuales tengo un predilecto debido a que tengo varios amigos viviendo en él: Villamayor. El caso es que me avisaron que acaecía cierto tipo de festividad local con verbena, peñas y variopintos jolgorios, a la cual que me apunté sin dudarlo. Una vez allí, de pura casualidad me encontré con una chica que acompañó a una amiga mía a Salamanca y a la cual conocí allí. Después de las frases de rigor aludiendo a lo pañuelístico que resulta este mundo, me preguntó que qué hacía por Zaragoza.

Y claro, ahí que me quedé yo sorprendido ya que, evidentemente, la chica pensaba que yo era oriundo de tierras leonesas. Eso significaba que poco o ningún signo quedaba ya en mí que pudiera delatar mi procedencia real. Tras aclararle esto último, me quedé pensativo, preguntándome si yo realmente podía seguir considerándome maño de pura cepa o habría de incluir tintes charros en mí. Porque claro, no sólo sucede que ahora mismo pase mucho más tiempo en Salamanca que en Zaragoza; es que ahora todo mi centro neurálgico de actividades se desarrolla ahí. Mi ciudad natal ha pasado a ser un páramo donde descansar y reencontrarse con aquello que nunca cambiará, mientras que mi nueva villa adoptiva se ha convertido en mi presente y más que probable futuro.

¿Asusta perder las raíces? Supongo que un poco sí, pero tampoco hay que desesperar. Casi dan ganas de recurrir al legendario grupo zaragozano y corear aquello de “entre dos tierras estás” mientras sostienes una Ambar en una mano y comes de un hornazo con la otra. “Desde el Ebro hasta el Tormes”, dice el subtítulo que elegí para este blog; y aunque geográficamente estos ríos no confluyan, sí lo hacen en un sitio: en mí. Porque uno no sólo es de donde procede y será de a donde vaya, sino que realmente se es de donde uno se siente. Y por mi parte, sigo siendo el maño sin maña, por mucho que Salamanca aporte.

Y es que, volviendo a recurrir al cantante del grupo mencionado anteriormente: “Allá donde voy, me llaman el extranjero; donde quiera que estoy, el extranjero me siento.”

lunes, 15 de marzo de 2010

Oréganos de gobierno

Hallábame hoy haciendo la compra -profusa ella, lo necesario para sobrevivir hasta mi partida a tierras mañas en estas fiestas- cuando, mientras buscaba la etiqueta “Curry” entre los clónicos botes de especias marca Eroski, fui abordado por una anciana. No fue un abordaje en todas las de la ley, no hubo galeotes, garfios ni timones virando de por medio, pero he de decir que su voz rasgada me pilló por sorpresa, y poco faltó para que provocara un derrumbe masivo de los tarros de condimentos que tenía frente a mí, lo cual hubiera dejado más que adobado el suelo del pasillo 3.

“Perdona hijo”, me tuteó la susodicha. “¿Podrías alcanzarme el orégano de tal marca?”. Yo accedí inmediatamente e inicié la ruta de las especias. Mientras tanto, la anciana arrancó con un relato apasionado acerca de su juventud, cuando podía encontrar un kilo del dichoso orégano por poco más de dos pesetas. Nada estaba más lejos de mi intención que iniciar un coloquio acerca de la inflación y la deflación de la moneda con una octogenaria tras una soporífera clase de Publicidad, de modo que asentí complacientemente y proseguí con mi labor de busca y captura. Cuando por fin lo encontré -es increíble la cantidad de botecitos que hay en la endemoniada especiera- la mujer ya había llegado al punto en el cual soltó una frase jamás oída: “Y ahora, con Zapatero y la crisis, ¿dónde vamos a parar?”.

“No se preocupe señora”, dije intentando tranquilizarla, a la vez que le tendía el tarrito elegido. “Si en las próximas elecciones gana el PP y todo se arregla, tranquila”. “Dios te oiga hijo mío”, me comentó algo aliviada. “Qué seguro se te ve de ello”. “Es ley de vida, o mejor dicho, ley de España”, comenté mientras agarraba mi carro portátil. “Porque en este país de la pandereta, el gobierno se pasa los dos primeros años tratando de arreglar un poco el desastre del anterior y los dos últimos intentando aferrarse al poder con todos los medios”, continué mientras extendía el asidero retráctil. “Y nosotros durante ese tiempo olvidamos lo que hizo el partido X para que votáramos en su contra, y sólo lo vemos como la solución al problema actual.”, concluí mostrando una última sonrisa, tras la cual me despedí. Y la anciana, con sus ojos cansados, me asintió desconcertada, sin entender un carajo.

Estamos en crisis; no sólo económica, sino de neuronas.

Y yo sin mi curry.

lunes, 8 de marzo de 2010

Tan sólo uno más

Como una losa. Una losa pesada y marmórea. Y no me refiero a una losa pequeña de algún nicho poco relevante, no, sino una de estas losas de cementerio antiguo dedicadas a alguien mínimamente relevante (posiblemente un escritor de segunda fila, de estos que oyes sus novelas y te suenan a lluvia bajo una cascada) que tienen que ser de tamaño descomunal para poder escribir un nombre compuesto kilométrico junto a la sarta de apellidos y la correspondiente procesión de familiares, admiradores y seres queridos en general.

Así caen ciertos eventos en una vida. Con un golpe seco, fuerte, brutal. Ni siquiera sabes por dónde te ha venido, ni en qué momento tu vida decidió girar hasta ese punto, pero estás ahí. Como una desdichada víctima kafkiana, te hallas en un proceso que no entiendes y del que no puedes salir, sin que realmente hayas hecho algo para merecerlo. Miras alrededor de ti pero no hallas una mano de la que asirte; tan sólo voces lejanas, ecos que pretenden ser consejos, palabras de ánimo que suenan tan vacías como esa botella que antaño considerabas llena. Como si de un cáncer se tratase, primero lo niegas, te aíslas, no lo comentas con nadie porque hablar de ello significa aceptar su realidad. Después llega la ira, la rabia, el desenfreno de emociones; platos son quebrados, gritos se alzan en el aire, nudillos sanguinolentos tiemblan suplicando que el asalto contra la pared termine de una vez. Súbitamente, algunas de las palabras vacías te suenan a gloria, y planeas un pacto, una manera de equilibrar las cosas, una determinación que ayude a hacer menos dolorosa la situación. Pero esa falsa ilusión dura poco, y te hundes. Te sumerges en ti mismo, y deseas permanecer así durante todo el tiempo posible, porque el siguiente paso será el más duro. Tu refugio de abulia acaba quebrándose en el momento en el que la vida te obliga a seguir adelante. Es entonces cuando te levantas, miras al espejo y una mirada desgarrada te confirma lo que tanto temías: lo has aceptado. Ahora no puedes simplemente sentarte y esperar, es el momento de las decisiones, es el momento de moverse.

Y ahí es cuando todo cambia de verdad, porque te das cuenta de que has vuelto a levantarte. La de ayer no fue la última ducha, y esta no fue la noche de insomnio que acabó contigo. Aguantaste el golpe. No tuviste mano de la que asirte, pero aun así te erguiste una vez más. Echas la vista atrás y no ves únicamente una cama vacía y deshecha, sino a ti mismo. Te ves a ti mismo hace cuatro meses, levantándote una vez más cuando creías que ya nada tenía sentido. Te ves a ti mismo hace año y medio, alzándote de nuevo aunque lo dabas todo por perdido. Te ves a ti mismo hace tres años, consiguiendo sobrellevar una causa que consideraste del todo perdida. Te ves a ti mismo hace once años, preguntándote cómo demonios ibas a seguir adelante ahora que él ya no estaba. Uno a uno, los fantasmas de tu pasado se van levantando ante ti. Una vez, otra vez, una vez más. Una procesión constante de autosuperación pasa por delante de tus ojos, y te das cuenta de que cada vez que te levantabas te esperaba un revés de la vida que muy superior al anterior. Y es que una vez que te levantas tras un golpe, sólo consigue tumbarte uno mucho más duro. Entonces, finalizando la ronda de alzamientos, te ves a ti mismo hace dos minutos, irguiéndote de nuevo y yendo hasta la misma posición en la que te hallas en ese mismo momento. Claro que no es el golpe definitivo, es uno más.

Vuelves a mirar al espejo, y ya no encuentras la misma mirada desgarrada, sino una determinación inquebrantable. Un instinto de supervivencia y de superación por encima de cualquier otra cosa. El dolor sigue ahí, pero con toda probabilidad, a no más de dos años de distancia, te espera otro golpe que hará que éste te parezca una nimiedad. No te quedas esperándolo: te preparas. Te haces fuerte, reestructuras desde los cimientos cada uno de esos ladrillos que formaban tu refugio estable hasta que fue derribado. Algunas partes desaparecen, otras cobran más importancia, surgen un par nuevas. El peso es enorme y el cansancio constante, cada paso parece doler una barbaridad, incluso más que el anterior, pero sigues ahí. Levantarás una nueva construcción estable en la que podrás estar bien, y durará el tiempo que haga falta; y cuando vuelva a caerse, te habrás vuelto lo suficientemente fuerte como para iniciar una nueva.

Y es que únicamente existe un fin. Todo lo que suceda hasta entonces es progreso.

viernes, 5 de marzo de 2010

Toros sí, toros no, toros depende.

Vaya, qué claro se ve todo de repente, ¿no?

Supongo que lo correcto sería pedir disculpas por enésima vez por el nulo ritmo de actualización de este blog. Del mismo modo, podría poner de excusa los exámenes que tuve durante el mes de febrero y aludir a lo terriblemente ocupado que he estado. Pero no, la verdad es que no lo ha sido así. La falta de actualización se debe a que tengo los testículos icosaédricos y muchas veces la pereza me puede. De todas formas, no me avergonzaré al decir de nuevo que pretendo escribir más a menudo; a nadie culparé de no creerme, eso sí.

Pongámonos en situación: me encontraba en una tranquila y aburrida noche de viernes (curioso día: hasta la universidad era en el que más fiesta encontraba, ahora sólo podría salir acompañado de una planta rodadora) dispuesto a ver un par de series o a atacar un libro, cuando me hallé con este artículo en la web de El Mundo: “Valencia y Murcia también declaran a los toros Bien de Interes Cultural”. Y he ahí que mi instinto bloguero despertó: las mangas de la camiseta fueron remangadas, las falanges de los dedos se prepararon para la acción, el polvo del teclado se evaporó, el séptimo de caballería empezó a sonar de fondo. Aquí iba a haber una masacre. Abrí un documento de Word, le puse el título y... me calmé. Porque, ¿de verdad quiero hacer una crítica a la tauromaquia? A una búsqueda de Google de distancia se hallan miles y miles de artículos criticando este dudoso arte a los que cualquier lector de este humilde blog puede acudir si desea. Yo me voy a limitar a exponer lo que pienso, advertidos estáis de mi postura neutra (o bilateral, para ser correctos).

Si analizo el toreo desde un punto de vista personal, es decir, por la parte que únicamente me afecta a mí, me parece absurdo. No me gusta, y no me refiero únicamente al hecho de que se dañe de tal manera a un animal, sino que directamente me parece aburrido; y lo que es más importante: no me interesa. Esto, por supuesto, no es criterio alguno para establecer un argumento fiable al respecto, pero sí para entender mi punto de vista; es decir, toros no.

Desde el punto de vista ético, tampoco hay por donde cogerlo. Supongo que a nadie le gustaría ver a su perro o a su gato sufrir de la misma forma que lo hacen los pobres bovinos. Un mínimo de empatía animal basta para que esta tradición pase a ser barbarie. El artículo 3 de todas y cada una de las leyes autonómicas de protección animal estipula que se prohíbe “Sacrificar animales infligiéndoles sufrimientos sin necesidad o causa justificada”. Cada uno identificará de una forma distinta si las corridas se enmarcan aquí, pero mi humilde opinión es que la simple tradición no debería justificar el sacrificio. Y aunque no es esta la única defensa del toreo, como comentaré mas adelante, no hay duda que desde la ética, toros no.

Pero no es todo ética en este mundo. La tradición del toreo está tan sumamente arraigada en la sociedad española que un amplio sector de la población no está dispuesto a permitir que la festividad desaparezca. Y, sinceramente, ¿qué hay de ético en el trato a los animales por lo general en esta sociedad? Comemos huevos de gallinas que viven en jaulas de 40x40 centímetros, sin que puedan moverse apenas y sobrealimentadas hasta el dolor extremo para que produzcan más rápido. Los mataderos industriales españoles probablemente causen más sufrimiento animal en un día que todas las corridas de toros de un año, pero curiosamente es algo acerca de lo que rara vez se producen quejas. Comparado con esta vorágine de dolor animal, el hecho de que un toro tarde media hora en morir a cambio de una vida de trato dedicado y especial parece un hecho bastante nimio; máxime considerando que el toro, tras abandonar la plaza, es troceado y repartido a las carnicerías para vender su carne. Me escama que se proteste tanto por un hecho tan relativamente aislado y no se nombre el horrendo trato que se da a los animales en los criaderos y mataderos. En este caso, he de decir que prefiero que los animales vivan felices y mueran de forma algo cruenta a que vivan de forma infernal y mueran anónimamente y en masa. Es decir, toros sí.

Por no hablar del empleo y el dinero que genera. Nada más lejos de mi intención justificar cualquier acto por el hecho de que produzca beneficios, pero en absoluto es un dato que hay que obviar. Flaco favor se haría a las más de 200.000 familias que viven de los toros que se ilegalizaran. Quizás esto podría paliarse mediante una ley de efecto transitivo, en la cual se diera un plazo para la última cría de toros de lidia y unas subvenciones de caballo para ayudar a estas familias a encontrar nuevo empleo y cambiar el modo de vida; todo esto en el caso de que se pudiera poner de acuerdo todo el país en ello, cosa que, por lo que parece, no sucederá jamás. Sería un derroche impresionante de dinero el cual, sumado a las perdidas en turismo, supondría un grave revés económico. Los valores están cambiando, de todos modos. Conforme las generaciones avanzan, el toreo se ve con peores ojos y pierde adeptos. Quizás dentro de varias décadas se podría llegar a plantear esta reforma, pero por el momento, lo veo imposible. Desde un punto de vista económico y de interés para el ser humano, actualmente no hay duda: toros sí.

Pero esta serie de motivos logísticos no nos puede apartar de la visión objetiva del asunto: ¿qué sentido tiene el toreo? Yo no me trago todos esos argumentos del supuesto valor del torero, la belleza de la lucha contra el animal y toda esa tontería. Eso podría demostrarse de la misma forma sin necesidad de hacer daño al animal, unos cuantos pases (que se supone, es lo que se aprecia) y fuera. El toreo es morbo, es ganas de ver el poderío de un hombre matando un animal de forma elegante, y el resto de denominaciones son demagogia barata para camuflar la verdad. No existe ningún tipo de razón para el toreo salvo el puro entretenimiento, y bajo ningún concepto puede justificarse el sufrimiento animal de esa forma, de modo que toros no.

Los argumentos, realmente, podrían extenderse infinitamente por ambos bandos. Conceptos como que el toro de lidia existe únicamente para el toreo, los precedentes históricos, la promoción internacional etc. por un lado y las fiestas regionales de auténtica barbarie, la evolución que las sociedades han de tener, la falta de moral etc. por el otro. En mi opinión, el tema de los toros es un mal que se retroalimenta a sí mismo, y que una vez iniciado resulta imposible de parar, porque se convierte en un mal necesario. Necesario para la economía, necesario para los trabajadores y necesario para los millones de espectadores que disfrutan con ello. Es absolutamente imposible cortar por lo sano, pero tampoco considero lógico que en pleno siglo XXI esta práctica no sufra cambio alguno únicamente por su concepto de “Bien de Interés Cultural” (Que como acertádamente ha apuntado el PSC, si en España la fiesta tiene una tradición tan larga, es chocante que haya tenido que esperar hasta ahora para declararla bien de interés cultural). La solución no consiste en obcecarse con la propia visión, sino mirar los puntos importantes de la opinión contraria para poder entenderla; luego la actitud lógica respecto al tema no consiste en exclamar a grito pelado “toros sí” o “toros no”, sino en encontrar un punto medio en el que poder decir todos a la vez “toros depende”.

Y es que es cierto, depende de lo que se busque en las corridas. Si se busca un mero deporte y la belleza del toreo, no se puede criticar. Si se busca el morbo de ver al animal morir a manos de un hombre, no sólo es criticable, es éticamente inaceptable. La solución consiste en modificar las bases del toreo. El toro ha de morir -como cualquier animal del que nos vayamos a alimentar-, sí, pero no es necesario que sea torturado. Los pases pueden hacerse igual sin que el toro esté sangrando a chorros, y me da igual si eso implica cambiar una tradición, porque la costumbre y la tradición han de amoldarse a la moral y a la ética de la sociedad. De ese modo, cediendo todos un poco, las corridas podrían continuar sin suponer tantos dilemas, y probablemente ganarían adeptos y darían una imagen mucho menos cruenta de España cara al público internacional. En el fondo no ganaría nadie en concreto, ni perdería, tan sólo se haría lo que se debe hacer.

Pero claro, en una España polarizada, los puntos medios resultan peor vistos incluso que el extremo contrario. Miedo me da lo que un radical taurino o antitaurino podría soltarme si leyera esta entrada. En el fondo, quizás tuviera razón Oscar Wilde: “Sólo podemos dar una opinión imparcial sobre las cosas que no nos interesan, sin duda por eso mismo las opiniones imparciales carecen de valor”.

De todos modos, para quien sí tengan valor, les ofrezco la mía.



PD: Llevo cosa de 10 minutos debatiéndome entre si poner a esta entrada la etiqueta de "Deportes" o no. Al final se queda sin ella, que para algo es mi blog.